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Archive for the ‘Árboles y plantas’ Category

    Esta tarde, cuando declina el verano y la luz anuncia el otoño en la lejanía del paseo, me he visto sorprendido por la tala de los álamos de Los Pradillos. Cuando diariamente a lo largo de décadas realizas el mismo trayecto de casa al trabajo y del trabajo a casa tu retina se va acomodando a lugares simbólicos. Con la monotonía de los viajes diarios vislumbras personas, paisajes, lugares, edificios… “El Argi”,  de mañana, sentado en el murete de piedra de Las Olmas o cavando las patatas del huerto, una arboleda, un espino, un árbol centenario y solitario, una colina con un muro derruido, el campanario de la iglesia… El viaje diario los va modelando, transformando, cambiando ¿o quien se modela, transforma y cambia es nuestra vida? Como todas las mañanas, a la salida del pueblo, desvías tu mirada a un lado u otro de la carretera y el murete y el huerto están vacíos. Un día de febrero en la torre de la iglesia revolotea una pareja de cigüeñas, la arboleda se convierte en un mar de tonos verdes y dorados, el espino en una bola de nieve… Pero la vida es así. Recuerdo cuando hace treinta años desapareció un primer lugar simbólico en los viajes diarios, la iglesia de Santa Merina de Revilla había sido desmontada piedra a piedra, otra tarde, años después, el árbol de Las Varguillas estaba derribado a la orilla de la carretera, la torre sigue en pie, el próximo febrero regresarán las dos parejas de cigüeñas, pero ayer la alameda de Los Pradillos, esa mancha verde a la derecha del camino que lleva a El Caño y que configuraba tus viajes cada regreso del trabajo a casa, había desaparecido. Los álamos blancos de Los Pradillos eran otro de esos lugares simbólicos que como hitos te vas encontrando diariamente durante décadas en tu camino de regreso a casa.

             Esta alameda era un lugar simbólico. Fueron las eras de la infancia, cuando se trillaba la mies. Entonces había un álamo centenario que un día hace unos cuarenta años en casa decidieron cortarlo, bajamos José, el del bar, y yo. El álamo se resistió a caer y atrapó la motosierra. José tiraba de  la motosierra, yo gritaba “déjalo, déjalo”, al fin la máquina venció a la naturaleza y el álamo cayó. Pero no se rindió porque con “las lluvias de abril y el sol de mayo” brotaron numerosos álamos. Años más tarde, decidí «reguillear» los álamos jóvenes. Comencé a podar las ramas más bajas, entresacar allí donde los brotes eran abundantes. Y aquí aparece otro de los personajes de esta historia: Abilio “el de la María”, que me observaba apoyado en su cachaba, a un centenar de metros, rodeado de varios perros y su rebaño de ovejas, de improviso soltó la cachaba y comenzó a correr hacia la alameda. Yo, que me había subido a un álamo para poder cortar las ramas a las que no alcanzaba desde el suelo, al troncharse una rama caí a la pradera y el hacha tras de mí. Abilio se temió lo peor. Fue solamente un susto. Con los años los álamos fueron creciendo. Recientemente, hace tres años, con la concentración parcelaria a la alameda se le asignó un número, el 301 (Zona de Regeneración Medioambiental), quizás por el “remordimiento y la mala conciencia” de haber derribado el álamo centenario me opuse entre mi familia que querían cortar los álamos que ya no iban a ser nuestros pero que quedarían como un entorno natural en el recuerdo. Inmenso error, el número asignado no fue el 301 sino el 300. ¿Diferencia? Los 300 son “propiedad municipal” y como propiedad suya lo han arrendado y se ha talado la alameda.

Miguel Delibes “mantiene como centro de su ideología la atención al hombre, la consideración del individuo por encima de la sociedad y en armonía con el medio natural.» (L. Mateo Díez).

Leyendo a Lucrecio a la sombra de un álamo se entiende por qué los epicúreos fueron tomados en su tiempo por subversivos. Frente a la tiranía de los dioses enarbolaban las leyes de la naturaleza; frente a los terrores de ultratumba proclamaban que el alma desaparecía con la muerte puesto que no era distinta de los sentidos; frente a los crímenes de los políticos y la corrupción de la vida pública se purificaban huyendo al campo para acogerse allí a los deleites sencillos de cada día y con ellos levantaban un bastión inexpugnable. ¿Entienden por qué hablar ahora de pimientos asados en el campo dentro de un silencio de tórtolas es revolucionario? Lo mismo les sucedía a los epicúreos. El deterioro de la vida pública es tan profundo que uno debe volver a armarse moralmente desde la naturaleza, allí donde las ovejas escarban en busca de raíces. Leyendo a Lucrecio debajo de un álamo blanco puede uno comenzar a redimirse de la suciedad que la ciénaga política le ha dejado en el cerebro la última temporada ejerciendo ahora el pequeño placer de los sentidos. (Manuel Vicent).

 Quizás estemos, también nosotros, «viviendo en la alameda de “los sueños rotos”

He vuelto a ver los álamos dorados,

álamos del camino en la ribera

del Duero, entre San Polo y San Saturio,

tras las murallas viejas

de Soria—barbacana

hacia Aragón, en castellana tierra—.

  Estos chopos del río, que acompañan

con el sonido de sus hojas secas

el son del agua cuando el viento sopla,

tienen en sus cortezas

grabadas iniciales que son nombres

de enamorados, cifras que son fechas.

¡Álamos del amor, que ayer tuvisteis

de ruiseñores vuestras ramas llenas;

álamos que seréis mañana liras

del viento perfumado en primavera;

álamos del amor cerca del agua

que corre y pasa y sueña,

álamos de las márgenes del Duero,

conmigo vais, mi corazón os lleva!

(Antonio Machado)

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Cuando las tardes soleadas de septiembre anunciaban la llegada del otoño, la estación más hermosa en la comarca, el otoño en la Ribera, como dice un poeta de estas tierras:

Es tibio y delicado, se incendian los chopos, mientras nogales y cerezos esconden la liturgia aromática de todo lo que muere. En mimbreras se refugia la plenitud iluminada. Los membrillos, más tarde, guardarán en desvanes la luz que capturaron. Los chopos recuperan su dimensión de lanza y de retablo y se revisten del oro viejo de las letras miniadas y refulgen como los candelabros. (Pascual Izquierdo)

El otoño es la estación en la que el campo nos deleita y nos sorprende con sus luces,  tonos, colores, irisaciones y matices más diversos. El cromatismo de los chopos y las vides deslumbra nuestra retina. El perfume que desprenden el tomillo, la salvia, el espliego o el romero, impregna nuestros paseos al atardecer por cualquier camino o senda de estas tierras. Las viñas diseminadas por pequeños declives, tendidas a la solana de los atardeceres cálidos que invitan al paseo silencioso, tan sólo roto momentáneamente por el canto de una perdiz, senderos y caminos bordeados de viñedos dorados por el sol… (Cuadernnos del Salegar: La vendimia)

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Entre la gran variedad de árboles y arbustos que he plantado y de los que disfruto tengo una deuda pendiente con los “quercus”. Siento una predilección especial por las encinas y los robles.

Me han regalado un plantón de encina y tenía otro de roble que traje el verano pasado del valle de Polaciones, un regalo de Quique, de Casa Molleda (Pejanda)

Ambos, roble y encina, me he decidido a transplantarlos esta temporada y ubicarlos directamente en la tierra del jardín. Pero sé que, a pesar de ser dos de los árboles que más quiero, tendrán que pasar, al menos, dos generaciones para que otras personas los disfruten. Tiempos tan diferentes, el suyo y el nuestro, pero, a pesar de vivir rodeado de un entorno con bosques de robles y encinas, no he dudado en plantar estos dos árboles que vivirán en plenitud cuando nuestro tiempo será ya otro tan distinto al de este roble y al de esta encina.


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Entre los árboles de mi jardín destacan dos almeces que con los años se van desarrollando y destacando entre la variedad de árboles y arbustos que conforman el entorno natural en el que me refugio. El almez no es un árbol autóctono ni habitual en estas tierras, pero la historia de estos dos almeces es singular. Llegaron a mi jardín desde Cañizar (Guadalajara), fue hace seis inviernos. En una agenda del año 2004 tengo anotado que el 16 de febrero planté los dos almeces. Unos amigos tuvieron que buscarlos una salida dentro del espacio reducido de su jardín, donde ya no tenían cabida, vegetativamente hablando, entre otros arbustos, árboles ornamentales y frutales. Pero la historia de estos dos almeces comienza algunos años antes: son “hijos” de uno de los árboles más simbólicos y emblemáticos del Jardín Botánico de Madrid.

Montse fue quien plantó directamente los almeces, en Cañizar, con semillas del Botánico. Ella me lo cuenta así:

Sí. Zan era pequeña, como tres o cuatro años. Fuimos al Botánico, había una exposición de algo; de setas, quizás. Y yo, que como bien sabes, soy robasemillas irreverente y confesa, fui recogiendo unas cuantas, de laureles y almeces, sobre todo. Recuerdo los cartelitos; algunos puestos en los árboles: «prohibido coger semillas». Pero como las que yo recogí estaban todas en el suelo, me pareció entender que el cartelillo no iba con ellas…
No las planté enseguida, pero un día me dio la ventolera y las planté todas de un golpe.

El caso es que mucho tiempo después nació algo. Y aquello empezó a parecer un arbolillo. Y entonces me fui a buscar un libro sobre árboles. Por el color y la forma de las hojas, me pareció un almez. Pero ni idea de dónde había venido. Recuerda que al olmo lo trajo el viento.
Meses después encontré una nota en el desván en la que yo misma había escrito, pero ni me acordaba, que al lado de las canales había plantado semillas de almez.  También nacieron laureles. No sé qué tiene ese laurel, pero el arroz blanco sabe muchísimo mejor. Eso dice Zan, que es a quien le toca  salir al huerto.

Entre los árboles de mi jardín destacan dos almeces...

Pero mi relación con los almeces va más allá. Los descubrí en mi etapa por tierras de Toledo y se convirtieron en unos árboles simbólicos para mi vida. En mi recuerdo y memoria figuran los datos que dan título a esta entrada: “El almez y las almárcigas”. Ahora he tratado de buscar en diccionarios y guías el nombre de su fruto y no he encontrado por ningún lado el que desde aquella etapa en Toledo siempre había asociado con el almez: las almárcigas, así es como me dijo que se llamaban esos pequeños frutos el que por entonces era el alguacil del ayuntamiento de Cobisa (Toledo) y cuyo nombre ahora no recuerdo aunque sí su apodo coloquial y familiar “el Moreno”.

... y las almárcigas

El almez puede vivir hasta 600 años y alcanzar los 30 m de altura. El fruto, de forma redonda y del tamaño del guisante, es comestible. Florece en primavera y fructifica en otoño. El Real Jardín Botánico posee una de las mejores colecciones de almeces de Madrid. Los ejemplares centenarios como éste, datan de la primera época del Jardín.

Almez centenario del Jardín Botánico de Madrid

Su madera ha sido tradicionalmente utilizada para la fabricación de aperos de labranza y mangos de herramientas, es buena para quemar y fabricar carbón. Además, ha sido cultivado desde la Antigüedad clásica por sus características ornamentales, y desde el siglo XVIII es típico en jardines y parques. En la actualidad, se sigue usando en plazas y paseos como árbol de sombra, por su monumentalidad y belleza.

(EL ALMEZ: Datos técnicos)

Actualizo este post con los datos que aporta un comentarista de esta entrada «jotace». como indica en su comentario y en el enlace:

En un pueblo llamado Jarafuel aún subsiste una pequeña economía con base en este árbol

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Rebeca se encontraba sola en el patio de la casa, sentada en un banco de piedra bajo la sombra del viejo cinamomo, junto a ella la vihuela que perteneciera a Bernardino de Almonacid, su pariente; las clases de música llenaban una gran parte de su vida y de su mundo interior. Entre sus manos guardaba una carta que le entregara Fernando la tarde anterior y que acababa de volver a leer:

¡Si quisiera seguirme la aurora con la brisa
que besa la boca de ella y balancea su cuerpo!
¡Si las nubes quisieran llevarle mi saludo!
Entonces, al igual que su talle, su duro corazón oscilaría.
¡Oh gacela, que eligió colocar su morada sobre la Osa Mayor,
ten compasión de quien hasta la Osa Mayor volaría!

Contemplaba el discurrir del agua desde la fuente hasta el pequeño estanque rodeado de celindos y jazmines blancos, el olor suave de los mirtos y el penetrante aroma de las flores de un árbol del paraíso impregnaba todo el jardín. (En el caz del molino)

De Toledo son también los aromas que guardo sobre el  árbol del paraíso. Quizás, para no olvidar los olores de aquellas noches cálidas de junio decidí plantar un árbol del paraíso a mi regreso a tierras castellanas. En estas tierras y en estas noches de mediados de junio he comprobado que también se intensifica su perfume, un perfume que inunda todo el jardín. Con la frescura de la noche sus flores amarillas, diminutas, impregnan e inundan el aire con su perfume intenso y penetrante a vainilla y limón a la vez que nos invitan a pasear por todo el jardín.

...sus flores amarillas, diminutas, impregnan e inundan el aire con su perfume intenso y penetrante a vainilla y limón

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