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Archive for the ‘Tradiciones’ Category

Hoy, jueves veinte de enero, acabo de recordar que es la noche de San Sebastián y como manda la tradición en Quintana del Pidio hay que ir a casa del Mayordomo de la Cofradía a  recoger la colación, es decir: el panete, las aceitunas y el vino, manjares con los que se “reconforta” a los cofrades cada noche del veinte de enero.

La noche pasada no heló y según la tía Constanza, que sacaba el orinal al balcón cada madrugada del veinte de enero, y si no se helaba el “líquido” todo era síntoma de buenos augurios para la vida en una comunidad campesina como la que conformaba su vida y la de su familia: no se helarían los viñedos ni los frutales ni los aún incipientes cereales en proceso de siembra o germinación.

Además la noche pasada ha coincidido con la luna que ha entrado en fase de luna llena. Las informaciones meteorológicas de la AEmet (Agencia Estatal de Meteorología) pronostican una bajada de temperaturas para esta noche y las siguientes (¡Pobre tía Constanza, si levantara la cabeza y además tuviera wifi en casa en vez de tener que sacar el orinal al balcón!).

Y ya que he hablado de San Sebastián y de la colación y de las heladas de enero y de la tía Constanza y de la luna de enero, cada recuerdo o cada tema me ha llevado por senderos anchos y ajenos que intento reflejar a continuación.

LA COFRADÍA DE SAN SEBASTIÁN EN QUINTANA DEL PIDIO

Unos alimentos tan comunes -como son el pan, el vino y las aceitunas (antiguamente fruta, pan y queso)- se pueden convertir casi es un «manjar de dioses» por una noche. Su sabor tiene algo especial: «son del Santo», «son de la cofradía». Apenas se conserva este rito. Ya se perdieron en el baúl del olvido las encomiendas, obligaciones y momentos lúdicos que la villa de Quintana del Pidio (al igual que otros múltiples pueblos) fue configurando en una difícil –pero real- mezcolanza entre lo privado y lo público, lo social y lo religioso, el trabajo y la fiesta… (Cuadernos del Salegar)

Capítulo 91: REVOCAZIÓN/ I porque antiguam<en>te era costumbre que los/ confrades se juntasen el día de san Sebastián i el de el Apóstol Santiago a comer juntos en/ (Fol. 6r.) las cas[as] de el conçejo i hauerse quitado más a de/ diezi-ocho años, queremos no aia gastos de comi/das en tiempo alguno; sólo es nuestra uoluntad: las uísperas de los Santos a cuia honra está fun/dada esta nuestra confradía, i el día de el nom/bramiento de ofiziales se dé una colazión/ muy deçente a los hermanos de fruta o pan i/ queso a la uoluntad i disposizión de el cura i abbad/ i maiordomo, i ningún confrade se quexe ni al/tere contra dichos abbad i maiordomo pena/ de quatro reales; i siempre se tire a que sobre/ de el ualor de la media cántara de uino para/ más aumento de la confradía./ Cofradía de Santiago y S. Sebastián, de Quintana del Pidio. Ordenanzas y cuentas antiguas. 20. Julio. 1702.

LAS HELADAS DE ENERO

La semana de los barbudos es aquella semana de enero reputada como la más fría del año y en cuyo santoral figuran los santos de más fluentes y copiosas barbas y de una ancianidad más respetable. Cabe, desde luego, discutir si esta semana es ineluctablemente la más fría del año. No hagan ustedes caso de la metereología y de sus profecías, sin embargo. Sabemos que en invierno hace frío y que en verano hace calor aunque muchas veces todo hace suponer que lo ignoramos. Lo que por el momento no podemos hacer es localizar, en forma de profecía, las máximas y mínimas de temperatura sobre porciones de tiempo determinado. Años ha habido en que la semana de los barbudos ha sido la mejor semana que puede ofrecernos el inhospitalario enero. Otros años ha sido, en efecto, la más fría del año. Ignoramus, ignorabimus… Lo que en todo caso es indiscutible es que cuando llegamos a la semana de los barbudos aparecen en el santoral unas figuras de mucho pelo, cargadas de años aunque no de decrepitud, porque los santos pueden ser borrosos y difuminados pero nunca decrépitos. Rompe la marcha San Pablo, primer ermitaño; le sigue San Antonio Abad; continúa la procesión San Fructuoso con sus diáconos y cierra el cortejo San Vicente, que es el más peludo de todos. En la semana hay, desde luego, más barbudos; pero éstos son los más importantes y los más conocidos. (Josep Pla, Las horas)

LA LUNA DE ENERO

¿Es usted capaz, amigo, de sentir los efectos de la luna?

—La luna, mi querido señor, ha pasado de moda como las mangas de pernil y los cuadros de Tamburini, y aunque uno viva fuera de las luces y colores del tiempo, queda uno influido por estos movimientos. Sin embargo, en mi juventud la luna tenía todavía una gran fuerza sentimental y era un astro importantísimo. Los poetas malos, sobre todo andaluces, hicieron mucho para desacreditar el satélite. La luz de la luna nos inundó de ramplona cursilería.

—Muchos poetas, en efecto, antiguos y modernos, han estado bajo el influjo de los efectos de la luna o han considerado que positivamente el tema valía la pena. Sin embargo, pocos han llegado a formular algo concreto. Al parecer, el tema tiene sus pelendengues. Más afortunados han sido los músicos. El «Claro de luna», de Beethoven, sobre todo en invierno, después de una cena sencilla y substanciosa y en una habitación bien templada, con una compañía hospitalaria, es de efectos absolutamente seguros. Y los «Nocturnos» de Chopin son, a mi entender, nocturnos con luna y, concretamente, con luna de invierno.

—¿Hace usted distinciones en lo que a la luna se refiere?

—Sí, señor. Yo soy un entusiasta de las lunas, de los cielos de invierno. Son cielos rutilantes, de una limpidez, de una tersura metálicas. Las lunas, en invierno, participan de estas calidades y tienen una luz fuerte. La luna de enero es la más clara del año y convierte el paisaje en un sueño. ¿No ha visto usted, en enero, una tapia blanca tocada por la luna, un caserío, una masa arbórea inundada por la luz del satélite? En esta época, la luna da a todo lo que toca un aire de misterio y parece aumentar en grado patético el silencio de las noches. Es por aquellos días que los perros, en el campo, ladran horas y horas, y ahora le voy a decir por qué los perros ladran sin causa conocida, en las noches a que hago referencia. En mis paseos nocturnos de invierno, me encontré una noche con un perro que ladraba lastimosamente y daba unos aullidos largos y tristes.  (Josep Pla, Luna de enero)

Y sobre la luna también quiero «apropiarme» del vídeo de esta entrada de un blog amigo: MI GATO CALCETINES

 

 

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Después de comer, las mujeres se dedican a limpiar la cocina y ordenar los utensilios varios que están por todas partes. Sin embargo, la gran labor de la tarde del primer día de matanzas es hacer las morcillas; durante la mañana ya se habían ido realizando diversos preparativos, pero es ahora cuando se comienza a hacer un refrito con manteca y con cebolla picada, al tiempo que el arroz, que se había cocido, se reservaba tapado con un trapo mientras se enfriaba. Después se mezclaba todo ello, se añadía sal, pimienta, canela, clavo y cominos, además de la sangre que se había reservado por la mañana batida con sopas de pan, de esta tarea se encargaba la mujer de la casa que con mano certera dosificaba a ojo todos los ingredientes. Luego comenzaba a amorcillarse, las tripas ya se habían preparado previamente (se cortaban en trozos, se cosían por un extremo y se cocían en agua con sal), se iban llenando las tripas con toda la mezcla y en una gran caldera de cobre, alimentada por una buena chasquera de leña que hace hervir el agua, se van pinchando con una aguja y echando a la caldera las morcillas, con una cucharrena se va retirando la espuma espesa que flota en la superficie y el agua que borbollonea constantemente va tomando un color negruzco y un fuerte olor a especias, es el calducho.

La excelencia de las morcillas ya la cantaba don Luis de Góngora en el siglo XVII:

Coma en dorada vajilla

el Príncipe mil cuidados,

como píldoras dorados;

que yo en mi pobre mesilla

quiero más a una morcilla

que en el asador reviente,

y ríase la gente.


Sobre la morcilla de Burgos, aquí, en la Ribera del Duero, son muchas las variedades y diferencias locales. Pero si dejamos de lado el meollo de la elaboración y las proporciones de arroz, cebolla y  de especias, hay algo que en una matanza casera es fundamental: cocer las morcillas. Según mi madre las morcillas deben cocerse de un modo peculiar, así que, desde sus recuerdos en casa de su abuela, hemos recuperado la tradición esta temporada matancera y en un largo fin de semana, con frío y nieve, de este mes de diciembre, hemos puesto en práctica la receta para cocer las morcillas según se hacía en casa de su abuela:

  • Poner a hervir el agua en la caldera de cobre de la bisabuela Petra.

  • Cuando comience a hervir el agua depositar con sumo cuidado las morcillas.

  • Evitar que hierva el agua ¿cómo? Aquí está el secreto: con hojas de berza de asa de cántaro remover lentamente y sin pausa el agua de la caldera. Y si las grandes hojas de la berza de asa de cántaro están heladas (en esta ocasión el día acompañó) el resultado será óptimo e insuperable y la “añada” de las morcillas excelente.

Evitar que hierva el agua ¿cómo? Aquí está el secreto: con hojas de berza de asa de cántaro...

Al anochecer comenzaba el reparto de los platos, pequeñas raciones con los primeros productos derivados del cochino: hígado envuelto con un trozo fino de la tela del cochino, papada, sangre, morcilla y una cazuela de calducho. Llevar el plato era una costumbre en el pueblo, un deber recíproco que se mantenía entre el círculo de familias campesinas, también se acostumbraba a llevar el plato al cura y al maestro. Los niños éramos los encargados de esta tarea que realizábamos con agrado, pues siempre se obtenía una pequeña compensación económica que variaba desde la perra gorda a los dos reales de agujero.

Por la noche tenía lugar la gran celebración de la matanza del cochino, si a la comida ya se habían degustado los primeros productos del animal, por la noche todo se incrementa, tanto por el número de productos como de personas. A la cena acuden más invitados, sobre todo hombres que durante el día han estado labrando o cultivando las tierras. Se cena sopas de calducho, morcilla frita, hígado, papadas y sangre, además se asan el morcón y el cuajo, todo ello en abundancia, que nadie se quede con hambre, y bien regado con el clarete de la mejor cuba, mientras el porrón pasa de mano en mano sin descanso, por lo que dudo mucho que San Antón fuera un «buen santo» como dice la copla («San Antón es un buen santo/, santo que no bebe vino»), pues difícilmente se podrían disfrutar y digerir las delicias del cerdo sin unos buenos tragos, y no faltaba quien entonara algunas coplillas como las que aún se cantan en el pueblo:

Cochino no matar

torrendos no comer,

el que no mate cochino

se puede tirar al tren.

El que tiene un cochino

quiere tener dos,

de catorce arrobas

mejor que de dos.

El de los cuarenta

quiere los cincuenta

y el de los cincuenta

quiere tener cien.

Con buenos chorizos

y buenos torrendos

que bien vivo yo.

El que no pueda untar

que putas las va a pasar

al almorzar y al merendar.

(Versión de José Guzmán y Angel María Hernando)


O esta otra que se canta en Fresnillo de las Dueñas:

San Antón perdió el cochino,

San Roque la calabaza

y tú perderás el moño,

serrana, si no te casas.

San Antón tenía un cochino,

le daba sopas con vino

y su padre le decía:

«no seas tan borrachito»


EL CALDO DE LAS MORCILLAS

Hicieron la Matanza unas semanas después.
Era como una Fiesta.
Aquel año mataron tres Cochinos. Pero mientras los mataban, como chillaban mucho, Silvestrito y unos Primos que habían venido a la Matanza no fueron a verlo.
Después sí. Después ayudaron a los Hombres a quemarles con paja ardiendo los pelos y la piel a los cochinos.
Entonces las Mujeres lavaron las tripas. Y prepararon la carne, la sangre, el pan, la cebolla, el arroz , las especias y las pasas para hacer el chorizo y las morcillas.
Después de comer, los Mayores mandaron a los Chicos a jugar y a darse dindones en un columpio que les pusieron.
Hasta que por la noche llegó la hora de hacer las morcillas.
Se cocían en unas calderas grandes, de cobre, que se ponían en la lumbre. Y se les daba vueltas con una cuchara también grande de madera.
Las morcillas cocidas se sacaban con una espumadera, que era como un cazo lleno de agujeros.
Y entonces quedaba el caldo de las morcillas.
El caldo de las morcillas, que era muy bueno, se les daba a los Familiares y a los Amigos como un regalo. Los Chicos lo llevaban a las Casas en unos pucheros.
Y dijo Silvestrito:
_ Yo quiero llevárselo a la Vecina. La Vecina era aquella Mujer que en Verano iba a espigar porque era pobre, ¿os acordáis?
_ Que tenga usted _dijo Silvestrito cuando le abrió la puerta_. Es que hemos hecho la Matanza.
_ Muchas gracias por acordarte de mí, Silvestrito.
_Y es que además dentro de unos días me voy a estudiar, ¿sabe? Es como despedirme.

(Avelino Hernández, Silvestrito)

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El día de las matanzas variaba en la comarca, aquí en el pueblo, para San Sebastián, el 20 de enero, una semana antes o una semana después, se acostumbraba a matar el cochino. San Martín, el 11 de noviembre, es la fecha que tradicionalmente se consideraba la más adecuada para matar como deja constancia el refranero popular:

«A cada cerdo le llega su San Martín»

«Por San Martín deja el cerdo de gruñir»

Pero lo cierto es que siempre se mataba cuando el tiempo se ponía de helar, pues los días húmedos y metidos en blanduras no se aconsejaban para curar las carnes y por ello más prudente era no adelantarse porque «el que mata por Todos los Santos, en el verano come cantos». La fecha de las matanzas siempre ha estado rodeada de supersticiones, de este modo nunca se mataba en martes: «En martes ni tu hijas cases ni tu cochino mates» y las creencias indicaban que era aconsejable matar cuando la fase de la luna entrara en cuarto creciente. Sin duda nos encontramos ante una creencia de raigambre celtibérica según la cual los pueblos prerromanos de la comarca (vacceos y arévacos) verían en las fases de la luna su influencia sobre los animales, de tal forma que durante las épocas de luna llena los cochinos entrarían en celo y sus carnes «aumentarían de temperatura» y el calor nunca fue buen conservante. Por ello al mes de estar en casa se capaba tanto a cochinos como a cochinas y como del cerdo todo se aprovecha las turmas para almorzar.

Y fijado el día de las matanzas, la víspera, la mujer buscaba la caldera de cobre y las trébedes, limpiaba el salgadero, preparaba las grandes cazuelas y sartenes, las gamellas, los picaderos y los barreños de barro, dejaba libre el cambrión para colgar las piezas del animal; y se avisaba a todos aquellos que iban a participar de la matanza. El hombre prepara el tajo, o se lo pide prestado a algún vecino, sube al pajar en busca de los haces de paja de centeno, barre el suelo donde se va a chamoscar el cochino, prepara el organero, palo utilizado para mover la paja cuando se está chamoscando el cochino, busca la soga para colgarlo, afila los cuchillos de picar, hace un buen montón de leña para que no falte la lumbre en todos estos menesteres y va a casa del matanchín para recordarle la hora convenida.

En casa, este día se madruga más de lo habitual por estas fechas para tenerlo todo a punto. Los invitados van llegando, en la casa hay un barullo no acostumbrado y, entre tanto que se aproxima la hora, los hombres matan el tiempo tomando unas copas de aguardiente con sobadillos, sin que falte un «para que con salud le matemos otro año».

Todo dispuesto, la comitiva familiar se encamina tras el matanchín hasta el cortijo (el tío Polis o el tío Manolo, entre los que recuerdan los viejos del pueblo, el tío Manolo murió de una “angina de pecho” matando el cochino, nunca se tuvo por más cierto el dicho popular de murió al pie del tajo. En la calle se ha preparado el tajo y se ha echado una cama de paja molida. El padre se quita la chaqueta de pana, entra en el cortijo y encarrila al cochino hacia la puerta donde espera, con la camisa arremangada y asiendo el gancho con la mano derecha, el matanchín, de forma rápida y certera, le clava el gancho en la papada, el resto de ayudantes le agarran de las orejas y del rabo y le empujan hacia el tajo. El animal comienza a percatarse de su destino y a barruntar las intenciones del personal asistente por lo que se resiste, recula y forcejea entre estentóreos y estridentes gruñidos que hacen enmudecer a la algarabía infantil. El cochino chilla, los hombres vocean, un perro ladra, las mujeres se apresuran, los niños lloran y un juramento seco produce un silencio momentáneo que se rompe de nuevo con los gruñidos del cochino. Una voz sirve de guía y toma las decisiones «a la de una, a la de dos y a la de tres, arriba con él» y todos uniendo su esfuerzo le tumban de costado en el tajo a un solo impulso. El matanchín prepara su cuchillo, sujeta el gancho en su muslo derecho para poder hacer fuerza y disponer de las manos libres para realizar la faena, palpa la papada del cochino y precisa cuál es el lugar exacto donde con decisión le clavará el cuchillo que ha de llegar hasta el corazón, pero sin tocarlo, pues si lo desgarrara no sangraría bien. Ante el primer brote del chorro de sangre, una mujer arrima el barreñón con las rebanadas de pan que servirán más tarde para elaborar las morcillas, al tiempo que lo remueve con una mano sin parar para que no se cuaje; en otro barreño se vierte el resto de la sangre para cocerla posteriormente. En esta labor no debía intervenir ninguna mujer que estuviera con la menstruación, lo que demuestra una vez más ciertos rasgos supersticiosos en estas costumbres. Entre el grupo merodean varios perros atentos a la faena y en espera de la sangre que se vierte por el suelo. Los hombres, entre tanto, están sujetando al cerdo, el más joven y fuerte de las dos patas delanteras, otros dos de cada una de las patas traseras, de las que tiran con fuerza para mantener inmóvil al cochino, pues sus últimos tirones son los más fuertes y violentos, sin que falte el mozalbete atrevido y valiente que tira del rabo. Los agudos gruñidos dejan paso a pausados resoplidos que anuncian la agonía del animal.

Tras la muerte, los hombres bajan al cochino del tajo y lo colocan panza abajo, sobre la paja extendida previamente, y con las patas abiertas; se le va cubriendo al animal con la paja de centeno, que se pone en forma de cabaña, y se prende por varios lugares para chamoscarle; posteriormente se le da la vuelta, se coloca una piedra en cada uno de los costados para sujetarlo, y se le vuelve a chamoscar por el vientre, el matanchín acerca un manojo de paja ardiendo para que se chamosquen bien todos los rincones en patas, orejas y pezuñas. Con un escobón se le limpian los restos de paja quemada que quedan sobre su cuerpo, se le da la vuelta sobre un saco de tela y entre dos personas que sujetan el saco y otras dos de las patas se le vuelve a colocar sobre el tajo. Ahora se le limpian los pelos y la piel chamuscados rociándole con abundante agua templada, que acerca alguna mujer desde la caldera que hierve al fuego sobre las trébedes, y se le va raspando con una teja, primero, y con el cuchillo, después. Limpio el cochino, el matanchín, corta el rabo y lo trocea para que se reparta entre los presentes, principalmente para los niños, que hacen corro en derredor, no sin antes haberlos inquietado con un “este cochino no tiene rabo, se lo he tirado a los gatos”.

Entre dos hombres forzudos trasladan el cerdo sobre el tajo hasta el portal de la casa y con una soga que se le pasa por el «hueso del culo» comienzan a elevarlo hasta una viga del techo, que previamente se ha suavizado con sebo del cochino del año anterior para que corra bien la soga. A medida que los hombres van tirando de la soga y ascendiendo el cerdo, un niño sujeta una pequeña cazuela que el matanchín ha colocado entre los dientes para recoger toda la sangre que se desliza por su vientre. Una vez colgado y bien sujeta la soga se vacía su vientre sobre una gamella que un hombre musculoso sujeta entre los muñones de las patas delanteras; también se extraen los pulmones, el corazón y el hígado y se lleva todo ello para la cocina donde las mujeres tienen los peroles de agua hirviendo listos para continuar con los menesteres propios de la ocasión. Para que el cochino y sus carnes se oreen perfectamente se coloca un palo entre las patas delanteras con lo que el cerdo queda abierto en canal. Mientras dura la tarea de abrir el cerdo se acerca una mujer con un plato en el que trae un poco de sangrecilla cocida y aliñada con un chorro de vinagre para que los hombres puedan echarse un trago del jarro o del porrón.

Los niños, que han permanecido expectantes durante el trabajo de los mayores, reciben como regalo lo que es una constante en todas las matanzas: la zambomba, que se la inflan con una paja de centeno y se la lanzan al aire como si fuera una pelota para que jueguen. El matanchín finaliza la tarea de este primer día cortando la que se consideraba la pieza más preciada del animal: la mamola, quizás por aquello de que de cada cochino que mataba recibía como pago por su trabajo esta pieza y era algo del cerdo que sólo él degustaba.

En la cocina las mujeres se ocupaban de diversas faenas, unas iban picando la cebolla y cociendo el arroz para hacer las morcillas por la tarde, otras se trasladaban a alguna poza cercana, arroyo e incluso hasta el río para limpiar el vientre del cochino, cuyas tripas se utilizarán para las morcillas y los chorizos.

Llegada la hora de comer, en la mesa abundan los primeros productos del cerdo, se sirve una sartén rebosante de hígado, papada y sangre recién hecho, y para que pase la grasa que no falte el vino fresco y un buen escabechado a base de tomates y guindillas…

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«Si quieres ser feliz una hora, emborráchate.
Si quieres ser feliz tres días, cásate.
Si quieres ser feliz un mes, mata un cerdo y cómetelo.
Si quieres ser feliz toda la vida, hazte jardinero»
(Proverbio chino)

La comunidad campesina que integraron y en la que vivieron nuestros antepasados dependía de la ganadería y los frutos de la tierra; los animales eran imprescindibles tanto para el trabajo como para la subsistencia cotidiana. Las familias eran numerosas y sus miembros giraban en derredor de los ciclos agrícolas, cada estación, cada fase lunar, marcaba las faenas que debían ir realizándose, y así año tras año, generación tras generación de campesinos. Sus vivencias y experiencias a lo largo de los siglos brotaban de su relación con la tierra y los animales, de aquí que sus santos más venerados fueron aquellos que la iconografía cristina representaba con animales. Ni la tía Petra sabría porque San Roque aparecía junto a un perro, ni el tío Constancio se preguntó por el significado del cerdo que veía a los pies de San Antón, pero, sin duda, sus preferencias y su devoción se inclinaban hacia estos santos amigos de los animales. San Antón era considerado por los campesinos el santo que protegía y curaba milagrosamente a sus animales y su vinculación con ellos, especialmente con los cochinos, nos lo recuerda esta copla que se canta por La Ribera:

«San Antón, santo francés,

santo que no bebe vino,

lo que tiene a sus pies

es un cochino.»

O el dicho popular que hemos recogido en el pueblo:

«Por San Antón

la gallina pon,

y para las Candelas

las malas y las buenas»

El pueblo no dudaba en recurrir a cualquier práctica con tal de asegurarse la protección de sus animales y por ello se encomendaba a sus santos protectores en muchos casos, y, en otros, se acercaba a aquellos conventos en los que compraba estampas u hojas con oraciones, que colgaban por cuadras, cortijos o establos, para evitar que cualquier mal afectara a sus ganados, en la comarca se conseguían estas oraciones «milagrosas» en el convento arandino de Las Bernardas.

Los artistas del románico nos dejaron numerosas muestras en las pequeñas iglesias de la comarca, donde las escenas que tienen por motivo decorativo al cerdo están presentes en capiteles, canecillos y pinturas. Estas manifestaciones artísticas son una muestra muy clara y expresiva de lo que fue durante el periodo medieval una comunidad aldeana y campesina que subsistía gracias a la tierra. La tradición medieval, de la época románica o del gótico, reflejaba en adornos y decoraciones de catedrales, iglesias o calendarios los oficios y quehaceres cotidianos a través de representaciones según los meses del año, así octubre se representa con un porquerizo que sacude una encina o un roble de los que caen bellotas para que coman los cerdos, noviembre con la matanza de un puerco sirviéndose de un mazo.

Del mismo modo en la literatura del siglo XIV, concretamente en el Libro de Buen Amor, del Arcipreste de Hita, se cantan las alabanzas del carnaval, del cochino y de sus carnes:

«Detrás de los citados están los ballesteros,
los patos, las cecinas, costillas de carneros,
piernas de puerco fresco, los jamones enteros.
………………………………………
Estaba don Tocino, con mucha otra cecina,
tajadillas y lomos, henchida la cocina».

En la toponimia local encontramos referencias a la presencia del cerdo en la vida campesina, términos como Porquera (lugar donde era frecuente la presencia de cerdos) o Mataporquera (arboleda o lugar donde abundan las matas en las que pastarían los cerdos) nos dan testimonio de ello. En algunos textos documentales de fines de la edad media referentes a Quintana nos hemos encontrado con testimonios alusivos a este animal y a su importancia y vinculación con las familias campesinas, y si no que se lo digan a un tal Fernando de Matutes, vecino de Aranda, que tuvo que recurrir a los corregidores del Consejo de Castilla porque a la fecha de 20 de noviembre de 1493 veía que se aproximaban las fechas de las matanzas y los cochinos que había vendido fiados en primavera a ciertos vecinos de Quintana aún no los había cobrado. Lo cierto es que el pleito y la deuda estaban ahí, pero los cochinos comían y dormían plácidamente en el cortijo de esos vecinos del pueblo o quién sabe si ya los chorizos y los jamones colgaban en alguna despensa.

El cerdo, junto a otros animales, ha formado parte tradicionalmente de la vida de los campesinos, en cuanto que personas muy humildes. El matrimonio, una vez que el otoño se metía en aguas y caían las primeras escarchas, finalizada la vendimia, en estos días plomizos y lluviosos de noviembre, cuando los atardeceres entristecen, encendían la chimenea y en la oscuridad de los anocheceres comenzaba a crepitar la leña de encina, las sombras se proyectaban en las paredes y el resplandor de la lumbre iluminaba sus caras; y este matrimonio campesino, ante el clarear de las llamas, se diluía silencioso y ensimismado, durante largas horas, al calor de la lumbre.

La matanza del cochino es una de las costumbres más antiguas que aún pervive en nuestro pueblo y continúa repitiéndose como una tradición y rito familiar al que se acude anualmente. Todavía perduran en mi memoria infantil, rural y castellana imágenes y gratos recuerdos de los «días de las matanzas», como se acostumbraba a decir en el pueblo. Por un lado, disponíamos de dos días en los que no había escuela para poder disfrutar con la intensidad y emoción que requería esta celebración invernal; por otro, a la tarde estábamos disponibles y prestos para hacer todos los recados necesarios, fundamentalmente el de llevar el plato en espera de una propinilla con la que familiares, vecinos o allegados de la familia nos compensaban.

El cochino ha sido, hasta fechas muy recientes, un animal esencial en la economía doméstica campesina de todo el medio rural castellano. El día de su matanza reunía a numerosos familiares en torno a una peculiar labor y a una misma mesa donde se compartían trabajos, recuerdos, sucedidos locales e incluso penas y fatigas, en un ambiente alegre, festivo y ceremonial. Porque la matanza tenía mucho de ceremonia en la que se entremezclaban aspectos muy diversos, desde el folclore popular a las costumbres sociales, desde su valor  económico y de dependencia para la familia campesina a lo puramente gastronómico, sin que faltaran pequeños rasgos en los que pervivía el rito y la superstición. La ceremonia de la matanza deja toda su constancia desde el momento en que cada persona de la familia oficiaba su papel en esta celebración, tanto el padre como la madre tenían claras cuáles eran sus funciones en este rito anual.

En Otoño
Estaba don Octubre sus siegas allí haciendo,
probaba de los vinos cuál iría bebiendo;
iba ya nuevamente aperos recogiendo;
para sembrar estaba el invierno viniendo.

Noviembre sacudía del roble las bellotas,
al puerco se las daba sin perder una mota;
los estudiantes leen junto al candil sus notas,
pues son las noches largas y las luces son pocas.

Diciembre a los puercos mataba de mañana,
hígados almorzaba para matar la gana;
había niebla densa siempre por la mañana,
pues es en ese tiempo cuando es más temprana.
(Libro de Alexandre, s. XIII)

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Tiempos de vendimia

Y el abuelo, con la chaqueta de pana sobre el hombro izquierdo para proteger el garrafoncillo o el jarro, se encaminaba hacia la bodega por el vino para la comida, y en algún bolsillo un trozo de bacalao para echar un trago fresco; aquí se juntaba con otros vecinos y era la hora de compartir y charlar en tertulia amena; y de vez en cuando, los más viejos, se quedaban mirando fijamente, clavados los ojos en una nube; siempre la duda, siempre el temor; las tormentas, una escarcha…

– ¡Mira que si ahora se malogra la uva!

– Recuerda la de hace seis años, ¡la que nos preparó!

– ¡Vaya piedras!

– ¡Como nueces las más pequeñas!

La vendimia (Vela Zanetti)

 

…………………………………………………………..

Poco antes del amanecer tocaba la campana el sacristán, era la señal que anunciaba el inicio de la vendimia. En las casas se les daba a los vendimiadores el aguardiente con pan, que quitaba el mal sabor de boca de la noche anterior. Y las yuntas, de noche y por los caminos, tirando lentamente del carro; y los vendimiadores somnolientos, dentro de los cestos, soportando el traqueteo del camino y la luz incierta aún del día que no llegaba.

Las mujeres, en casa, comenzaban a mover cazuelas, sartenes y peroles; a encender los fogones para preparar el guisote del día. Sobre las diez de la mañana, algún vendimiador levantaba la cabeza del líneo de cepas y acertaba a distinguir la silueta de alguna mujer con el canasto sobre la cabeza, era la hora de almorzar: las patatas cocidas con sebo, el bacalao con tomate o los huevos cocidos en salsa. Luego se continuaba en la tarea de la recolección de la uva sin que faltaran canciones ni bromas, se oía una voz «¡uva al cesto y trago al cuerpo!», «trago y cigarro y que se joda el amo»; de pronto alguien salía corriendo, pasaba una moza por el camino que volvía a casa tras llevar el almuerzo, no podía faltar un lagarejo, con uvas negras tintoreras que dejan mejor señal, lo vendimiadores más rudos las envolvían con arena antes de restregarlas por la cara de la joven lozana, pero los más delicados hacían el lagarejo con una simbólica colgaja y la moza no solía resistirse demasiado si el joven despertaba en ella ciertas simpatías.

(Cuadernos del Salegar: Faenas agrícolas en Quintana del Pidio: La vendimia)

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