1. Verano (2012)
En junio yo estaba contemplando tu río;
yo creía vivir, pero estaba soñando
(a orillas de tu río, entre unos álamos),
sobre el ser que no somos, sobre la mala muerte,
esa que aún permite creer a los humanos
en el don que supone respirar,
en la ebriedad del canto,
en la alianza que establece amor.
Pasaba el río (lámina de fuego)
y daba su energía a la piedra verdosa,
y la piedra engendraba tiempo eterno.
Pero el milagro de la tarde era
tu palabra en el aire, otro fuego
ya de todos, o acaso una luz
musitada, murmullo en labios del ocaso.
Como el agua del río, de tu río,
tu palabra era música en las venas
(discurría sin llanto),
tu palabra era brisa de encinar en las sienes.
Y el verso el son del corazón del mundo.
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2. Noviembre (2012)
En el camino sin camino
Nunca te irás de aquí, aunque te hayas ido.
Siempre serás, encina, perdiz,
roble, vid o piedra eterna,
aunque, en apariencia, tu cuerpo
siga en ese camino sin regreso,
siga en ese camino sin camino.
Aunque te vayas y aunque no regreses,
y sientas muy despacio la asfixia de los años,
tú has sido y serás ese chopo que tiembla
al borde de tu río
y de noche acaricia estrellas.
Aquí, en esta ladera, con nieve o sin nieve,
está cuanto un día alcanzaste,
por más que el tiempo hoy pase
como el arroyo que murmura lejos,
desgastando rocas, arañando zarzas,
abismado en fuentes.
Nunca te irás de aquí, aunque te hayas ido.
Siempre serás rumor, vuelo de pájaro
del monte hasta los viñedos,
de la umbría a la luz.
Siempre serás algo más que el racimo rojo
que brilla y que madura
anunciando los atardeceres del otoño.
Sé que jamás te irás de estos viñedos.
Y que aunque te hayas ido
algo habrás de llevarte de este paraíso
contigo a otra parte.
¿A dónde?
No lo sé.
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3. Diciembre (2012)
En diciembre, casi sin desearlo,
me encontré en La Cortina contemplando
un atardecer que se consumía
-de horizonte a horizonte con
la lentitud de un cálido rescoldo.
Ahora ya es de noche
y arriba todo es cielo
y abajo todo es mar de tierra parda
y aquí, a mi lado, sólo hay una encina
vieja y negra, enorme y grave.
¿Qué podría yo hacer
con esta encina-madre, con esta compañera
de grandes brazos negros, de grandes brazos duros,
con este candelabro de velas apagadas?
¿Comeré de sus frutos más amargos?
Y, si tiendo los brazos, ¿sentiré cómo hiere
su hojarasca de escarcha?
¿Palparé la aspereza de su robusto tronco,
que más parece el lomo
de la bestia de un apocalipsis?
He venido a cobijarme
bajo la doble noche de la encina
porque era mucho el frío que desprende
el manto de esta tierra tan inmensa.
Me inquietaba también un vuelo de lechuza
en torno de la ruina de un palomar.
(Sospecho que mis ojos pueden ser el aceite
que el ave busca con inquietud
en el centro del páramo.)
Así que me he quedado a solas y vacío
de cuanto se hace o dice en este mundo,
pero lleno del silencio más blanco
que reinó en la primera noche del planeta.
Los pies ya se han callado
sobre el crujido de la tierra helada.
La boca sólo puede morder la tierra.
Los ojos, húmedos y extraviados,
ya no persiguen constelaciones
y dudan de si son astros o agujas
lo que cae de allá arriba, entre las ramas.
Con la idea del amor
(ese otro rescoldo que siempre llamea
en el pecho de los soñadores),
me caliento y espero,
voy pasando la noche
hasta que alba o muerte
sellen esta soledad infinita.
(Textos adaptados de varios poemas de Antonio Colinas)
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