Cuanto de profundo y misterioso he buscado a lo largo de mi vida estaba, sin que yo lo supiera, en esta casa rescatada del olvido, en estos senderos que ahora recorro, en estos montes a los que asciendo, en estas ruinas que ahora escruto. Intentado vivir cuanto viví en la infancia, ahora cierro un círculo. Pero, en realidad, se abre otro que tiene su centro en este valle y sus bordes en todos los sitios. Viviendo cuanto viví se me abre un tiempo infinito, precisamente ahora, cuando el tiempo tiende a acabarse. (Antonio Colinas, Tres tratados de armonía).
La casa de los veranos de oro
Debo escribirte para no perderte
pequeña casa de la infancia de los veranos de oro,
en la que lo más negro de ti siempre será
para mí lo más blanco:
el muro del corral de piedras negras,
el suelo de éste, con el manto oscuro,
crujiente de las hojas de la encina
y el horno con su fuego y sus cenizas,
pero siempre al amparo del hollín de su cúpula.
O aquel otro negror de la amplia campana,
la de la chimenea, por la que ascendían
el humo y el calor de nuestra sangre.
Te imagino negra, negra como las losas
que arrastraron nuestros antepasados
desde las ruinas de los castros celtas,
para fundar el lar
donde se adormecían las llamas de las jaras.
Y la escalera que ascendía brusca
al cuarto en penumbra, en el que se guardaban
en secreto mis sueños:
una espada, una lira, una lechuza.
Hasta la cuna azul en que dormí
—la cuna más humilde,
la que tallaron con ternura y calma
las manos de un herrero—
hoy me parece negra.
La casa, negra y mansa como eran las noches
en los estíos de la Vía Láctea;
Negra como más tarde
(tras infancia feliz)
suelen serlo la vida de los hombres
negra como lo es el corazón
que siente y que sueña mucho más
de cuanto debe y puede.
Pequeña casa de la infancia pura,
refugio de los veranos de oro,
hoy eres negra y mansa en mi memoria,
negra y hermosa como el firmamento
pues en ti parecía estallar
la luz de cada estrella.
Eres negra y profunda como tiempo sin fin.
Y sin embargo, como la noche,
también eras finita, presagiabas el alba,
la luz primera, pálida y suave
que siempre hubo y habrá en mí
mientras aún tiemble
cual pabilo de vela
mi vida.
(Antonio Colinas: Tiempo y abismo)
REGRESARÉ A LA CASA
Regresaré a la casa,
la casa de mi padre,
abriré la ventana
y que la limpie el aire.
Que limpie la esperanza,
que arrastre los recuerdos,
y arranque de los muros
los retratos ya muertos.
Que azote las arañas,
las ratas campesinas
que invaden los rincones
donde murió la vida
Regresaré a la casa…
Renovaré los suelos,
el techo y los tejados
y el muro que soporta
los cierzos más airados.
Blanquearé el silencio,
el patio y la cadiera,
y el rincón, donde los niños,
crecimos hacia fuera.
Regresaré a la casa…
Y cuando respirables
resulten las alcobas,
traeré a mis compañeros
para iniciar la obra
de levantar un árbol
delante de la puerta,
que dé cobijo al aire
y al hombre le dé sombra.
Regresaré a la casa,
la casa de mi padre,
abriré las ventanas
y que la limpie el aire.